Leonardo Boff
Tratamos anteriormente en este
blog de cómo cuidar de nuestro cuerpo y cómo cuidar de nuestra psique en el
contexto de la Covid-19. Como somos cuerpo-mente-espíritu, falta abordar cómo cuidar
de esta última dimensión, la más excelente de todas, el espíritu.
Lo mismo que hicimos con el concepto de cuerpo
y de psique, vamos a hacerlo ahora con el concepto de espíritu. Nos proponemos
ampliar su concepción, pues somos herederos de una interpretación que empobrece
su realidad. Nos ayudan las ciencias de la vida y la nueva cosmología, que en
el proceso evolutivo no solo toman en consideración sus aspectos físicos y
determinísticos sino que incluyen las emergencias más importantes del proceso cosmogénico
que son la vida, la subjetividad y la conciencia refleja.
Todas estas dimensiones revelan
el universo en su exterioridad, que la física y la astrofísica captan, pero
también en su interioridad, que las ciencias de la vida intentan descifrar.
QUÉ ES EL ESPÍRITU EN LA NUEVA
COSMOLOGÍA
Entender el espíritu como una
sustancia invisible e inmortal es decir media verdad y limitar su amplitud. No
dice nada sobre su enraizamiento en el universo ni habla de su lugar en el
conjunto de todas las relaciones, ya que todo es relación y no existe nada
fuera de la relación. El espíritu como sustancia invisible e inmortal parece
existir en sí y para sí mismo, fuera del conjunto de seres.
Hoy podemos afirmar que el
espíritu posee la misma ancestralidad que las energías y la materia originaria.
Él estaba ya presente en el momento inicial del universo, hace 13.700 millones
de años. Esto se volvió más convincente cuando se descubrió que la materia no
posee solamente masa y energía, sino que tiene también una tercera dimensión:
es portadora de información. La información nace del juego de relaciones que
todos los seres mantienen entre sí, dejando uno marcas en el otro.
Cuando los dos primeros hadrones
(primera formación de la materia) o enseguida los top quarks (las partículas
menores de materia subatómica) se encontraron, ocurrió un intercambio de
energía y de materia. Cada cual se modificó. Quedaron marcas de ese encuentro.
Estas marcas se van acumulando forjando las informaciones.
Todos los seres son productores y
portadores de informaciones, inscritas en su código genético. Éstas se van
almacenando y organizando más y más a medida que el universo avanza y adquiere
una complejidad mayor.
A nivel humano se alcanza un
estadio elevadísimo de complejidad hasta el punto de aparecer la información
como conciencia refleja.
Aquí es donde la Energía de
fondo, poderosa y amorosa, que sostiene todas las cosas se ha manifestado más.
Es la mejor expresión de lo que llamamos Dios, que siempre está actuando dentro
del proceso evolutivo.
Al emerger el ser humano se ha
manifestado de manera más densa y especial. El Génesis lo expresa en el
lenguaje simbólico de la época: “Dios formó al hombre del polvo de la tierra y
sopló en su nariz el soplo de la vida y el hombre se convirtió en un ser vivo”
(Gn 2:7). El “soplo de la vida” es el espíritu. Estaba en el universo, pero no
de forma consciente. Ahora, por la acción del soplo divino se volvió consciente
de sí mismo.
Este espíritu está en cada parte
de nuestro «cuerpo» (el código genético presente en cada célula) pero se
organiza en órdenes a partir del cerebro, cuyo número de neuronas asciende a
cifras de miles de millones con billones de sinapsis (conexiones) entre ellas.
Es importante resaltar que esta
conciencia pertenece de modo propio al universo, en nuestro caso a nuestra
galaxia, a nuestro sistema solar, al planeta Tierra y, finalmente, a cada
persona humana.
La conciencia posee su
prehistoria hasta irrumpir en nosotros como conciencia de la conciencia.
Nosotros no tenemos espíritu como no tenemos cuerpo. Somos ser humano-espíritu
así como somos ser humano-cuerpo, ser-humano psique, como ya señalábamos
anteriormente en este blog.
¿Cómo se revela el ser
humano-espíritu o el espíritu humano? Es aquel momento de la conciencia en que
él se da cuenta de sí mismo, se siente parte de un Todo mayor y se abre al
Infinito. El espíritu es el ápice de la autoconciencia.
Y cuál es la singularidad del
espíritu? Reside en su capacidad de crear unidad, de hacer una síntesis de las
informaciones y formar un cuadro coherente; es la capacidad de discernir en las
partes el Todo y en el Todo las partes, pues comprende que hay un hilo
conductor, un eslabón que une y re-íne todas las cosas. Ellas no están dejadas
ahí arbitrariamente; se articulan en órdenes de las más diferentes formas.
Constituyen un Todo orgánico, sistémico y estructurado siempre en redes de
relaciones.
El espíritu es un principio
cosmológico, es decir, pertenece a la estructura y a la dinámica del universo y
permite entender el universo tal como es, pues esta es su función como
principio. Por eso se dice que el universo es espiritual, pensante, consciente,
porque él es relativo, panrelacional y autoorganizativo. En su debido grado,
todos los seres participan del espíritu.
La diferencia entre el espíritu
de una selva y el espíritu del ser humano no es de principio sino de grado. En
ambos funciona el mismo principio pero de forma diferente. En nosotros creando
unidades significativas y alta capacidad de relación.
De modo autoconsciente. En la
selva, el principio se revela por la unidad de la floresta como una totalidad
dinámica, no simplemente como un amontonamiento de árboles, sino como selva.
Pero de un modo no autoconsciente, o con una conciencia propia de la selva,
conectada a su vez con todo el universo, con sus energías y con las fuerzas
directivas de la vida y de la Tierra.
Formulada esta explicación
inicial, cabe preguntar:
¿Cuáles son las características
distintivas del ser humano-espíritu o del espíritu humano?
La primera y más inconfundible de
todas ellas es su dimensión transpersonal, llamada también de trascendencia.
Dimensión transpersonal o trascendencia significa aquí que el ser humano no
está encerrado y limitado a su propia realidad.
Él siempre desborda y traspasa
cualquier límite. Trascendencia es estar abierto en totalidad a sí mismo, al
otro, al mundo y al Infinito. Es su apertura total que va más allá de los
límites corporales.
Por eso, se dice que el ser
humano-espíritu habita las estrellas, es decir, con su espíritu atraviesa los
espacios infinitos y supera todos los límites temporales que se le antojen. Por
ser un ser de trascendencia, el ser humano-espíritu es pan-relacional. Puede
entablar relaciones con todos los tipos de seres. Para él no hay horizontes
cerrados. Cada horizonte se abre a otro y a otro, y así indefinidamente.
Esta es la razón por la que
afirmamos que el ser humano es un proyecto infinito y está devorado por un
deseo nunca saciable, a no ser en la comunión con el Infinito real que le es
adecuado. Es la Realidad Última, Dios.
Esa capacidad de trascendencia
liga al ser humano-espíritu con el Todo. El ser humano se siente sumergido en
él y se percibe parte de él. Ese Todo no está en ningún lugar, porque engloba
todos los lugares.
Es propio del ser humano-espíritu
interrogarse sobre la naturaleza de ese Todo que lo envuelve. Todos los nombres
de cualquier lengua y cultura terminan diciendo: es el Ser o simplemente el
Espíritu absoluto, es aquello que las religiones llaman Dios.
Lo extraordinario del
hombre/mujer-espíritu es poder entrar en comunión con la Suprema Realidad,
agradecerle la grandeza del universo y el don de la vida. Alabarlo por su
magnanimidad y amor, por haber creado todas las cosas y seguir diciendo en cada
momento: ¡fiat, hágase, renuévese, exista! Sin esa palabra todo volvería a la
nada. Por eso cabe celebrar la vida y danzar delante del Creador.
Pero también, a causa del caos
que puede manifestarse en el universo, en la Tierra y en la vida, llorar
delante de él y preguntar: ¿Por qué, oh Dios? ¿Por qué permites la muerte de
tantos por la Covid-19, por qué la destrucción avasalladora de un tsunami o de
un terremoto o, como relata la crónica cotidiana, la muerte de un joven dentro
de casa por una bala de la policía irresponsable o por una bala perdida en un
tiroteo entre policías y bandidos? ¿Por qué?
Ante estos muchos “por qués”,
todos nos volvemos un poco como el Job bíblico que cuestiona, critica, se
rebela ante de Dios para, finalmente, callar reverente ante el misterio, porque
Dios es mayor que nuestra razón y puede ser de una forma que no podemos
comprender.
A pesar de esos absurdos,
descubre que Dios es el supremo amante de la vida (Sab 11, 26) que no permitirá
que el luto, las lágrimas y la desgracia tengan la última palabra. Es el
espíritu que confía y cree. Al final Job recupera la plenitud de la vida.
Otra característica del ser
humano-espíritu es su libertad. Libertad es la capacidad de autodeterminación
personal.
Siempre hay elementos
determinantes venidos de los distintos enraizamientos que presenta la
existencia: de origen, de clase, de color, de inteligencia etc., pero el ser
humano puede enfrentarse por sí mismo (auto) a estos condicionamientos.
Puede asumirlos, rechazarlos y
modificarlos. En él reside una fuerza que le permite sobreponerse a ellos.
Estos lo limitan (no hay libertad sin límites), pero no lo pueden aprisionar.
Incluso esclavizado con cadenas de hierro es un ser libre, pues esa es su
esencia en cuanto espíritu.
La historia humana es la historia
de expansión de la libertad, a pesar de todos los retrocesos, historia de
romper amarras, de conquistar espacios de autodeterminación y de plasmación de
su vida y su destino. En la historia que conocemos, la libertad, si bien
intrínseca al ser humano, nunca es simplemente concedida, sino conquistada en
un proceso de liberación. Liberación es la acción que crea libertad. Paulo
Freire, tan injustamente calumniado por enemigos de la inteligencia, pero un
gran educador, nos dejó esta lección: nadie libera a nadie; nos liberamos
siempre juntos.
Toda creatividad, todo el
universo de las artes, de la ciencia y de la técnica, de la música y de la
danza tienen como base la libertad. Sin libertad la comunicación se transforma
en farsa y la palabra esconde más de lo que revela.
Pero, principalmente, la libertad
hace al ser humano un ser ético, responsable de sus actos y de las
consecuencias de sus actos, que decide sobre el bien y el mal para él y para
los otros. La libertad le permite ser un ángel bueno o un malhechor y criminal.
Sólo un ser libre puede donarse totalmente a otro o a una causa, como en este
momento dramático del imperio de la Covid-19, cuando los trabajadores de la
salud, de la medicina y la enfermería y otros trabajadores clave entregan sus
vidas, se arriesgan a contaminarse para tratar de salvar la vida de otros.
Si la tan gastada palabra “héroe”
tiene valor, ha de aplicarse aquí, no a los héroes de la guerra que se hacen
héroes matando. Aquí, en los hospitales, están los verdaderos héroes de la vida
porque salvan vidas.
Hay valores como estos por los
cuales vale la pena dar la vida. Morir así es digno. Por cómo ejercemos nuestra
libertad, si elegimos el bien o si nos rendimos al mal, seremos juzgados por
nuestra propia conciencia ante el Señor de la historia. Este juicio define
nuestro destino final y el marco final de nuestra existencia, siempre bajo el
arco de la infinita misericordia de Dios.
Otra característica singular del
hombre-espíritu es su capacidad de amar. El amor irrumpe como una fuerza cósmica,
cantada por Dante Alighieri en la Divina Comedia y por todos los grandes
espíritus. El amor es tan excelente que para los cristianos define la
naturaleza íntima de Dios: Dios es amor (1 Jn 4,8).
El médico Paes Campos, en su
libro Quem cuida do cuidador (Vozes, 2005) lo ha dicho muy bien: «El acto de
cuidar es la materialización de un sentimiento de amor». Eso es lo que están
haciendo todos los que trabajan abnegadamente en los hospitales en este momento
del coronavirus. Amar es hacer don de sí mismo al otro, y entregarse
incondicionalmente a él o a ella, es hacer lo imposible para estar junto a la
persona amada, es sentirla dentro, es no entender más la vida sin él o sin
ella, es experimentar el infierno cuando, por cualquier razón, el amor ya no existe
o no tiene vuelta atrás.
Sin el amor desaparece todo el
brillo, toda la alegría y el sentido de la vida. Amar es decir: tú no puedes
desaparecer ni morir.
El ser humano-espíritu puede
también odiar, rechazar, torturar bárbaramente, bestializarse completamente
cuando se deja llevar por la ira incontrolable y el deseo de destrucción, como
en los sótanos de tortura de nuestro régimen dictatorial pasado. Esta sombra
forma también parte de la realidad de su espíritu, como el espíritu malo. Hemos
visto personas insensibles y sin ninguna empatía con las víctimas del
coronavirus. Son inhumanas.
Pero el ser humano-espíritu
también puede perdonar. Es otra característica suya. Perdonar no es olvidar la
herida que todavía sangra, es no ser rehén de ella ni seguir aferrado al
pasado. Perdonar es esforzarse por ver al ofensor con compasión, benevolencia y
amor. Es liberarse para el mañana y para nuevas experiencias.
Junto con el perdón viene la
capacidad de com-pasión, una de las características más nobles del espíritu.
Compasión, tan necesaria en esta tiempo triste del coronavirus, que produce un
océano de sufrimiento en el que están sumergidas miles de personas en nuestro
país y en toda la Tierra, es asumir el lugar del otro, no dejar que los
familiares y amigos sufran solos, ofrecerles un hombro, más que hablar es
guardar silencio, reverente y compasivo, llorar juntos y ponerse solidariamente
a su lado en el mismo camino. Todo esto puede el ser-humano-espíritu
Pero también la ausencia de
generosidad y de compasión puede asumir formas apocalípticas. Tres días antes
de suicidarse, el 27 de abril de 1945, Hitler escribió en su diario: Al final
de todo, me viene el arrepentimiento de haber sido tan generoso con los judíos…
(Johnson, P., Tempos modernos, Río, 1990, p. 345. Madrid, 2007). Generosidad
siniestra, por no haber conseguido dar una solución final a los judíos
(Endlösung) –envió a las cámaras de gas a seis millones– y no haber podido
mandar exterminar a 30 millones de eslavos como había decidido.
Aquí el espíritu se revela como la perversión
suprema. Lo antihumano es también parte de lo humano, complejo y misterioso.
Otra característica del ser
humano-espíritu es la de ser el eterno interrogador, atormentado
permanentemente por preguntas últimas. Sólo él las hace porque es portador de
autoconciencia, inteligencia y percepción del Todo: ¿Quién creó el universo?,
¿Por qué los miles de millones de galaxias con sus incontables estrellas y
planetas?
Ellas no están ahí por sí mismas. Alguien las
puso en la existencia y las sustenta. ¿Por qué estoy aquí? ¿Por qué y para qué
nací? ¿Cuál es mi lugar y mi misión en este conjunto indescifrable de seres?
¿Cómo debo comportarme ante el otro y la naturaleza? Terminada mi jornada en
este pequeño planeta ¿adónde voy? ¿Qué puedo finalmente esperar?
Las respuestas no están
codificadas en ningún manual, aunque todos los textos sagrados e innumerables
filosofías se esfuercen por ofrecer respuestas apaciguadoras. Pero ninguna de
ellas sustituye nuestra propia tarea existencial de formular una respuesta
personal que compromete todo el ser.
Puede que las personas más
escépticas y descreídas consigan rehuir estas indagaciones por un tiempo, pero
como pertenecen a la estructura de nuestro espíritu, surgen de nuevo cuando
menos se espera, especialmente cuando muere un ser querido, y no hay cómo
evitarlas porque tienen la fuerza intrínseca de volver una y otra vez.
No sin razón los ateos son las
personas que más hablan de Dios, aunque sea para negarlo. Negación que no
consigue matar la pregunta existencial. Repunta de nuevo con el vigor de un
brote después de una lluvia en tierra reseca.
Finalmente, una característica
básica del espíritu es su capacidad de síntesis. Como la naturaleza del ser
humano-espíritu es relacional, le cabe a él hacer la síntesis entre el cielo y
la Tierra, entre lo inmanente y lo Trascendente, entre la exterioridad y la
interioridad.
Así como la psique necesita un
Centro para ordenar todas las energías y pulsiones que la habitan, el espíritu
se siente herido o escindido si no logra una Síntesis, no teórica, sino
vital-existencial, que dé dirección a su vida. Por eso cada persona posee
consciente o inconscientemente una cosmovisión, es decir, una lectura del
mundo, una interpretación del curso de la historia, una visión de conjunto. El
espíritu no aguanta una esquizofrenia existencial que separa, opone, desune y
atomiza la realidad. Él necesita un marco ordenador de todas sus experiencias,
ideas y sueños
Mucho más se podría decir del ser
humano-espíritu, pero nos bastan estas referencias para fundamentar nuestro
intento de pensar la realidad a la luz del paradigma del cuidado y de lo que
nos sugieren las ciencias.
CUIDAR DEL ESPÍRITU ES VIVIR LA
DIMENSIÓN HUMANO-ESPIRITUAL
Como se deriva de las reflexiones
hechas, el espíritu es una realidad tan sutil y sujeta a tantos percances
–justamente por ser lo mejor y más alto de nosotros– que debemos cuidarlo
celosamente y preocuparnos de preservarlo con todo su carácter infinito
Cuidar del espíritu conlleva
cultivar la espiritualidad. Necesitamos liberar la espiritualidad de su
encuadre dentro de la religión. No existe, por cierto, religión sin
espiritualidad; la religión nace de una profunda experiencia espiritual, pero
puede existir espiritualidad independiente de la religión.
Cuidar de la espiritualidad es
cultivar una actitud de apertura permanente ante cualquier realidad. Es estar
disponible al nudo de relaciones que es uno mismo.
Es vivir concretamente la
transcendencia, es decir, no dejarse atrapar por ninguna de las realidades
concretas, lo que no significa no comprometerse ni asumir responsabilidades con
seriedad, sino saber ir más allá de ellas. No hundirse con ellas cuando
fracasan ni apegarse a ellas cuando triunfan.
La espiritualidad pide silencio.
Silencio no es no decir nada, sino abrir espacio para que pueda ser oída otra
palabra que viene de lo más profundo de nosotros mismos, de la conciencia, de
una persona, tal vez anónima, del propio Dios que nos puso en este mundo.
El cuidado del espíritu implica
no colocar trabas en el encuentro con el otro. Vivir espiritualmente es
acogerlo. Dice la leyenda griega, confirmada por las Escrituras
judeocristianas, que un matrimonio mayor y pobre al acoger a un miserable,
descubrió que había hospedado a Dios escondido en la figura del pobre.
El cuidado del espíritu lleva a
cultivar la bondad, los buenos deseos, la solidaridad, la compasión y el amor.
Estos son los valores que constituyen la sustancia de la espiritualidad, que
nos acompañan a lo largo de la vida y que llevamos más allá de la muerte.
A veces este espíritu de cuidado
se hace a través de una conversación sincera con un amigo, al oír una música
que nos llega a lo más profundo del alma, con la lectura de algún libro, de un encuentro
especial con una persona sabia, viendo una película, vídeo o teatro. O
simplemente oyendo con atención lo que piensa de la vida el tendero de la
esquina, el taxista, el vendedor ambulante, y oyendo las quejas del mendigo de
la calle.
Cuidar del espíritu es abrirse al
misterio del mundo y al misterio mayor que es Dios. La espiritualidad no puede
reducirse a leer y pensar sobre Dios, hay que sentirlo en el corazón, poder
dialogar con él y escuchar su voz que viene de todas las cosas, pero
especialmente de los llamamientos de nuestra conciencia. Es importante dar el
paso de la cabeza al corazón, porque es el corazón el que siente, venera y ama
a Dios.
El resultado de este cuidado se
hace sentir pronto a través de una vida más serena, de una paz que ningún
ansiolítico o droga puede producir. Es vivir la vida como quien se siente en la
palma de la mano de Dios. Entonces, ¿por qué temer? ¿Qué mayor disfrute puede
existir que verse libre de los miedos y sentirse acompañado por una mirada
amorosa?
Cuidar del espíritu implica
también cuidar del ambiente social, cuidar de los otros para que la atmósfera
que nos rodea no se vuelva inhumana, obsesionada por la búsqueda del placer,
del consumo y por el descontrol de los instintos, dañinos para la persona y
para los demás.
En este campo hay mucho que
hacer, empezando cada cual consigo mismo, haciendo su revolución molecular, y
al mismo tiempo rechazando entrar en los «esquemas de este mundo» según el
apóstol Pablo (Rm 12,2) y reforzando todas aquellas iniciativas que representan
alternativas y semillas de una nueva forma de habitar la Casa Común.
El cuidado en su núcleo esencial
exige otro tipo de paradigma de civilización en el cual no impera el capital
material y la acumulación de bienes sino en el que el capital humano-espiritual
será un eje central, capaz de dar un rostro más humano y fraterno a la
convivencia humana, con los otros y con la naturaleza.
Pemítanme terminar con una
afirmación que se ha vuelto casi banal, pero que no ha perdido verdad y
actualidad: el mundo nuevo, después del coronavirus o más tarde, será más
espiritual o no será. Razón de más para comenzar a ser más espirituales, es
decir, más sensibles, cooperativos, amorosos y cuidadosos, en fin, más humanos.


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